Tras un vuelo de ida sin incidentes desde el Prat, llegamos a Palma en una tarde lluviosa que nos impidió hacer turismo por la ciudad. Inevitablemente, quería comprar ensaimadas. Pues no pudo ser. Nos vino a recoger Miquel, que nos hizo de chófer durante toda la estancia allí. Nuestra más sincera gratitud por llevarnos arriba y abajo durante todo ese día y el siguiente.
Primera parada, el club Despertaferro. Se halla en el centro histórico de la ciudad y es la planta baja de una casa añeja habilitada a tal efecto.
Aquí, el cartel de presentación del evento.
Aquí la imprescindible foto a nuestros anfitriones. En esta ocasión, Miquel a la izquierda de la imagen y Toni (el de los catorce ejércitos pintados), a la derecha.
Tras descargar los bártulos en el hotel y tener una agradable tertulia sobre la historia antigua y medieval en el cine y la literatura (elemento imprescindible en el ritual de autoafirmación social entre frikis), nos dirigimos al restaurante Ca’n Pep para cenar.
Sabed que la marea de sensaciones gastronómicas vividas durante esa cena daría, por sí sola, para diversas entradas de blog. No me es fácil describir el placer más allá de todo límite mesurable que supone para alguien que está a dieta, como yo en estos momentos, ser arrastrado irremediablemente hacia un festival de los sentidos como el saboreado allí. Tras seis meses a base de lechuga sin sal, pepino sin sal, tomate sin sal, derivados lácteos desnatados y, los días con mayor suerte, atún con poca sal, allí me incliné, derrotado, ante las exquisiteces y la sobreabundancia de grasa, sal y azúcar de los platos presentados. Casi lloré. Mi pobre estómago, tras tantos meses de escasez, fue incapaz de dar buena cuenta de la pléyade de regalos que le habían sido entregados. No pude acabármelo. Fue inevitable, en ese momento, recordar los momentos de mi niñez en que mi madre me reprendía por no acabarme las acelgas. “Ya no me caben en la barriga, mamá”, decía. Curiosamente, siempre disponía de espacio para un par de donuts, incluso inmediatamente después de que no me cupieran dichas acelgas. No pensé entonces que, algún día, me vería obligado a repetirlo a mis comensales para intentar justificar tan pecaminosa, como forzada, inapetencia. Mi particular via crucis alcanzó si clímax cuando tuve que tomar la más dura de las decisiones. Acabarme la bandeja infinita de brochetas de carne, patatas y demás guarniciones y renunciar al postre o lo opuesto. ¿Maravillosa grasa con sal o divino azúcar? En estos casos no funciona la razón, sólo el instinto, que no dudó ni por un momento. El hipotálamo es quien toma las decisiones importantes en situaciones límite, como la mía. El córtex necesita demasiada información y tiempo para ello. Así, claudiqué y abandoné buena parte del botín de las brochetas con guarnición para rendir pleitesía y homenaje a la montaña de nata con flan en copa que me fue concedida en gracia por mi sacrificio. Ante mí el Santo Grial que lo cura todo, que lo perdona todo…
Prefiero no seguir, si no os importa. Sólo por esa cena ya valió la pena ir a Palma. Ya no necesitaba ensaimadas, ni madalenas ni otros productos de repostería que tenía pensado llevarme de recuerdo. Me dejo mucho por describir, pero como buen egoísta, me lo dejo para mí. Me permito, eso sí, apuntar por último uno de los muchos hallazgos gastronómicos de esa cena excelsa. Los lugareños lo llaman “frit”. Sólo diré que cuando la grasa y la sal subliman, se elevan, escapan de la terrible prisión en la que los endocrinólogos las encerraron, vuelven a nosotros, para salvarnos, en forma de frit. Y yo fui salvado.
Aquí, la foto de mi salvación.