sábado, 27 de diciembre de 2008

Por qué soy Landmeister. Tercera, y última, parte.

Una vida dedicada a un ideal tan épico como inalcanzable, la conversión de los paganos, de todos los paganos. El reconocido prestigio social de sus contemporáneos fundado en un ethos militar y en una cultura de uso de la violencia aceptada como mal indispensable para obtener un bien a largo plazo. Un esfuerzo colectivo que borra el nombre del individuo concreto para destacar únicamente el de aquello a lo que pertenece y que está por encima de él, la Orden. Una vida de sacrificio permanente, diario, fundada en la renuncia al amor mundano (cuando no al amor, en general), y por tanto, en última instancia…una vida estéril.

Cuando tienes quince años y buscas modelos de referencia con los que identificarte, haces extrañas elecciones. Yo escogí a los Hermanos la Domus Hospitalis Sactæ Mariæ Teutonicorum, nombre oficial de la Orden. Mi vida era como la suya. Una gran capacidad de sacrificio, con un destino superior en un futuro de naturaleza casi mítica…pero en el fondo estéril. Por eso me gusta la Orden todavía hoy. Pienso que la historia de la Orden podría ser aprovechada a bastamente por una literatura de visión psicológica. A lo mejor algún día lo hago yo.

Ya para acabar, ¿por qué un simple Landmeister y no el Hochmeister? La respuesta está en sus funciones. El Hochmeister del siglo XIII (en mi opinión el más interesante de la Orden) debía ser un político nato en mayor medida que un líder cruzado. Era quien debía intermediar entre el Papa y el Emperador. Era quien debía estar haciendo complejos y delicados equilibrios diplomáticos entre Polonia, Lituania, el Imperio, Dinamarca, la Liga Hanseática, la corte Papal y tantos otros contendientes de la geoestrategia internacional. Debía viajar de corte en corte para recabar apoyos políticos, reclutar nuevos cruzados, solicitar favores…o devolverlos. Una vida dedicada a la Orden, sí, pero demasiado próxima a los que no debían guardar los tres votos. Aunque siempre mostrando la moderación propia de su cargo, no podría evitar asistir a los banquetes, torneos y recepciones propias de los nobles laicos con los que, inevitablemente, debía tratar.

El Landmeister, y el mío favorito es del de Prusia, nunca salía de su territorio. Allí estaba, y estaría hasta su muerte, su vida. Era él el que daba las órdenes de inicio de las expediciones invernales de depredación, las terribles Winterreise, la “guerra brutal en las ciénagas y bosques” con temperaturas medias de 15ºC bajo cero y tan sólo 6 horas de luz solar aprovechables. Eran ellos los que se enfrentaban, con un ejército, en el mejor de los casos, de apenas 2500 hombres esparcidos entre esas ciénagas y bosques, contra una población hostil estimada en casi 250.000 paganos. Eran ellos los que consiguieron “crear un Estado propio” para la Orden.


Eran ellos los que debían distribuir tan escasos recursos humanos y materiales disponibles en ese mundo brutalmente hostil, de guerra permanente, sin cuartel, sin más esperanza de paz que la del día del juicio final. Para sus contemporáneos, aquellas tierras eran, en sentido tanto figurado como literal, el fin del mundo. Eran los que debían registrar detalladamente las bajas sufridas en hermanos, en siervos, en caballos, en ganado, en grano o en fuertes destruidos para poder suplicar al Hochmeister el envío inmediato de refuerzos, dinero, suministros, aliados, armas…algo que no siempre llegaba, y cuando lo hacía, nunca en las cantidades necesarias.

Compartían en buena medida los rigores de los tres votos con el común de los hermanos, aunque gozaban de privilegios, por supuesto. Eran la cabeza la de línea de mando territorial, de modo que eran quienes hacían obedecer a los demás hermanos. El Hochmeister siempre estaba lejos, demasiado lejos, para ejercer su mando directo. A todos los efectos el Landmeister era el Hochmeister en su demarcación. Y quien no lo aceptase siempre podía irse a Roma, Venecia o Lübeck para quejarse en persona ante el Gran Maestre, pero eso requería previamente un permiso especial del Landmeister. En cuanto a la pobreza, sus privilegios eran más psicológicos que reales. Podían comer carne una vez al mes, mientras que los hermanos sólo tres veces al año, así como tenían derecho a una celda individual en la fortaleza sede. Pero era en el voto de celibato en el que no había ningún privilegio posible. En un mundo sin mujeres (pues las paganas no son mujeres), no hay más que tres opciones: solicitar ser enviado a más patrullas, la audición atenta durante el silencio en el refectorio de la lectura de los milagros de Nuestra Señora la Vírgen María a los hermanos heridos, o bien la sodomía, castigada con la expulsión inmediata de la Orden. Se conocen los nombres de todos los Hochmeister de la Orden, pero ni mucho menos los de todos los Landmeister.

Y al final, todo eso ¿para qué? ¿Para formar parte de algo mayor que tú que te será reconocido y gratificado en otro tiempo y otro lugar que no verás ni saborearás? Todo eso esfuerzo sobrehumano, inhumano…y estéril, en el sentido figurado y literal de la palabra, ¿compensa?

Esas mismas preguntas me las hago yo cada día, como, pienso, deberían hacerse ellos, más de una vez. Por eso soy Landmeister.

3 comentarios:

Erwin dijo...

ahora lo entiendo todo...

Xavier Martí i Picó dijo...

Pararece interesante ser Landmeister, tienes casi todos los poderes y dejas la responsabilidad de los marrones al Hochmeister. Supongo que es eso que se decía cuando eramos pequeños: segundo rey del mundo.

David Cantó dijo...

En mi modesta opinión, considero que fué la ingente y casi anónima labos de los Landmeister la que permitió llegar la Orden hasta donde lo hizo. Una figura muy, pero que muy interesante.