miércoles, 24 de diciembre de 2008

Por qué soy Landmeister. Segunda parte.

En primer lugar, quisiera desear una buenas fiestas navideñas a todos los lectores de este blog. Ahora ya podemos volver a lo importante.

Brevemente, dentro de la estructura jerárquica de la Orden, destacaban dos figuras, la del Gran Maestre (Hochmeister) y la del Maestre Provincial (Landmeister). El primero era la cabeza visible de la Orden y su máximo responsable político y militar. El segundo era su representante plenipotenciario con base territorial. Había un Landmeister en cada escenario de actuación de la Orden. Durante el siglo XIII llegó a haber hasta 4 Landmeister, en Prusia, Livonia, Alemania y Palestina. Esta cifra fue disminuyendo con el paso del tiempo y la evolución interna de la Orden en sentido de ir concentrando todo el poder territorial en manos del Hochmeister.

¿Cuáles fueron los elementos de la historia de la Orden que mi mente adolescente identificó como propios? Básicamente los relativos a los tres votos que todo nuevo miembro juraba ante el Hochmeister.

Obediencia
Este fue el primero que más me llamó la atención. A diferencia de lo que todos sabemos sobre los nobles europeos occidentales, los teutónicos basaban buena parte de su éxito en su disciplina rigurosa, basada en la obediencia monacal. Un ejército obediente, alejado de los egos desbocados de nobles ansiosos de ganar gloria en combate a expensas de la victoria del ejército, es un ejército victorioso. Desastres como Nicópolis o Poitiers eran impensables en Prusia.

Como es fácil de suponer, posteriormente he constatado que la historia militar de la Orden no ha escapado a ese destino inevitable del comportamiento humano, si bien es cierto que no fue tan habitual como en el resto de la Europa medieval precisamente por su carácter fuertemente jerarquizado sin vínculos dinásticos ni, prácticamente, familiares, como sí era la norma general en la época.

Yo era muy obediente. Nunca desobedecía. Siempre hacía lo que se me decía. Estudiaba mucho y hacía los deberes, cuya recompensa era sacar buenas notas. Nunca hice una travesura que hiciera avergonzar a mis padres, siempre volvía a casa antes de la hora máxima permitida y jamás transgredí la ley. Sólo en una ocasión me atreví a robar una foto de Maria en el Corte Inglés, con tan poca fortuna (es decir, experiencia) que me pillaron y me “ficharon”. Años después, cuando eché una solicitud para trabajar allí, no supe por qué fui el único al que rechazaron de 130 aspirantes hasta que recordé el suceso.

Ser obediente me hacía sentir como uno de ellos.

Pobreza
Aunque las propiedades de la Orden eran más que considerables en su momento de máximo poder, los hermanos, en teoría, no podían poseer nada. Según los Estatutos, ni siquiera el caballo y la espada eran propiedad del hermano que loe empleaba, sino que sólo era su usufructuario. Evidentemente, esta regla no fue generalizada ni estrictamente seguida a lo largo de su historia. Aun así, el uso de un sencillo hábito blanco con la cruz potenzada de sable cosida en su costado como único distintivo me resultaba una imagen muy atractiva. Nuevamente era la antítesis de los nobles contemporáneos, distinguibles por sus escudos de armas y blasones llamativos y coloridos.

Yo, más que ser pobre, concepto extraordinariamente relativo, me sentía pobre. Y era precisamente el atuendo uno de los aspectos que más potenciaban esa sensación. Mientras que mi madre me compraba la mayoría de ropa en mercadillos de gitanos (el equivalente a lo que hoy en día serían tiendas de chinos), mis compañeros de clase, vecinos y amigos disponían (al menos así lo veía) de blasones llamativos y coloridos mientras yo debía conformarme con un hábito. Las comparaciones podrían extenderse sin límite. Ellos podían ir de fin de semana con sus padres a cualquier lugar interesante en coche mientras yo debía estarme en casa estudiando o jugando con mi hermano. Ellos podían permitirse los primeros y (por entonces) novedosos videojuegos mientras yo debía conformarme con mis clicks de famobil (por cierto, llegué a tener dos castillos medievales con su guarnición, como correspondía a un incipiente medievalista). En definitiva, mi riqueza era espiritual, como la de la Orden. Mi recompensa, por tanto, era de tipo espiritual, como la de la Orden.

Nuevamente, ser pobre me hacía sentir como uno de ellos.

Celibato
Pero, sin duda, fue el voto celibato el que hizo identificarme con los teutónicos. Renunciar a toda mujer para asegurarse así la salvación eterna el día de la victoria final era el leitmotiv alrededor del cual basaba mi fascinación alrededor de la Orden. La única diferencia clara en este caso era que yo NO quería ser célibe (como mi Maria fotográfica hubiera podido certificar), pero la obediencia a mis padres y la pobreza, juntamente con una timidez enfermiza y una aversión casi patológica hacia el deporte que no favorecía en nada mi físico, me esclavizaban con un celibato asfixiante en plena tempestad hormonal.

Con este contexto general, supongo que ya comienza a vislumbrarse por qué mi interés por la Orden, pero queda por responder una pregunta. ¿Por qué elegir ser un Landmeister, pudiendo ser el Hochmeister?

2 comentarios:

Xavier Martí i Picó dijo...

Ciertamente, buena pregunta...
y muy buenas imagenes,...
aunque no son las chicas prometidas ;OP

David Cantó dijo...

No todo son chicas en la vida, hijo mío. :)